El presidente Martinelli es un empresario, no es un político. Fraguó su talante entre góndolas y pasillos, entre la mezcla del penetrante olor a detergente, embutidos, mariscos, carnes de todo tipo y el sin fin de productos que atrae a consumidores y consumistas que buscan, por un lado, satisfacer sus necesidades y, por otro, rendirse al bombardeo incesante del capital que busca engordar, en medio de la gula patológica que siempre padece.
Ser goloso asienta bien al capitalista, porque tal inclinación está en su naturaleza, no en vano dijo Marx que el ser social determina la conciencia. El problema está en engancharse a la actividad política con la intención de convertir el Estado en una extensión de las góndolas y las interminables cajas registradoras que, dependiendo del punto geográfico, engullen dólares, euros, yuanes, libras, yenes, quetzales o pesos.
Ser goloso asienta bien al capitalista, porque tal inclinación está en su naturaleza, no en vano dijo Marx que el ser social determina la conciencia. El problema está en engancharse a la actividad política con la intención de convertir el Estado en una extensión de las góndolas y las interminables cajas registradoras que, dependiendo del punto geográfico, engullen dólares, euros, yuanes, libras, yenes, quetzales o pesos.
Cuando esto ocurre se comienza a desdibujar el horizonte de un país, porque al confundirse los roles, los traspiés sucesivos no permiten armar un proyecto de gobierno amparado en la brega política que fragua el perfil de los hombres y mujeres que hacen del afán por alcanzar el poder una profesión.
No se dan cuenta de que la aritmética, las matemáticas y cualquier otra ciencia exacta, no sirve de mucho sin el arte que permita construir día a día el futuro, pues para ello se necesita el sentido que desarrollan los políticos para ver más allá de la curva.
Martinelli, enredado en esa maraña de supermercado y política, no alcanza a tener la cosmovisión que debe adornar a un estadista moderno; no alcanza a entender el mundo de hoy, el mundo de la integración, de la integración transparente y participativa, incluyente y democrática; no alcanza a entender el proceso que ha venido a erigirse como instrumento de última generación para alcanzar el desarrollo de los pueblos con economías insuficientes.
Y así, sin referente histórico ni visión de futuro, el presidente panameño ha desconocido la elección popular de veinte diputados al Parlamento Centroamericano, una acción que se asemeja a un autogolpe. Porque me pregunto, ¿qué presidente en un régimen que se defina como democrático, violenta la voluntad de un pueblo expresada en las urnas sin transgredir uno de los pilares fundamental de la democracia representativa?
El presidente empresario que confunde ubre con gobierno y Estado con propiedad privada, se negó a acatar una sentencia de la Corte Centroamericana de Justicia, bajo el alegato de que Panamá no suscribió nunca su Tratado Constitutivo, aunque sí lo hizo con la carta de la Organización de Estados Centroamericanos, ODECA, que obliga a los estados suscribientes a acatar las decisiones de este tribunal. La Corte había ordenado a Panamá abandonar la idea de retirarse del PARLACEN y respetar la elección de los diputados.